El pasado 30 de septiembre inició una campaña de bombardeos aéreos sobre objetivos sirios, tras recibir una petición de ayuda de las autoridades de Damasco. Hasta entonces el Kremlin se había limitado a ejercer un papel político, defendiendo al actual presidente, Bashar Asad. Jugaba sólo con los peones, pero ahora ha sacado los alfiles y las torres, dispuesto a ganar la partida de ajedrez.
¿Por qué se produjo ese cambio de actitud? Por cuatro razones de peso. La primera, es de política interna; se trata de evitar que los terroristas del Estado Islámico (EI) penetren en el espacio post-soviético y particularmente en el Cáucaso. Rusia está especialmente preocupada por la concentración de extremistas en el norte de Afganistán, junto a la frontera con Tayikistán y Turkmenistán, así como por su creciente influencia. Tampoco subestima el hecho de que en las filas de los radicales luchan entre 5.000 y 7.000 oriundos de Rusia y otros países de la extinta URSS, entre ellos Ucrania y Georgia. Además están los combatientes retornados o los denominados "viajeros frustrados" que no pudieron luchar allí y han vuelto a sus casas, donde están dispuestos a promover ideas radicales o a cometer actos terroristas o sabotajes llevados por la violencia.
La segunda causa es estrictamemente militar. El avance hacia el oeste de las huestes del EI estaba haciendo peligrar la integridad de la base naval rusa situada en Tartus, un valioso activo estratégico emplazado en el Mar Mediterráneo. Tartus no cuenta con aeropuerto y el más más cercano es el internacional de Latakia, localizado a 60 kilómetros al norte. Las operaciones se lanzan precisamente desde la contigua base aérea de Hmeymim, donde se emplean al menos 50 aviones y helicópteros, incluidos los modernos cazabombarderos biplazas Su-34, pero también los Su-24M y Su-25, además de equipo de vigilancia por satélite y aviones no tripulados, los conocidos "drones".
Unida a esta razón militar se observa otra más industrial. La campaña está sirviendo para probar armamento de última generación. Eso incluye el lanzamiento contra 11 objetivos en Siria de 26 misiles de crucero del sistema Kalibr (Calibre) de largo alcance. Los proyectiles — la versión rusa del estadounidense Tomahawk — salieron desde los cuatro barcos que componen la flotilla rusa de Mar Caspio y sobrevolaron 1.500 kilómetros por territorio de Irak e Irán antes de impactar. También se ha comprobado la eficacia de las bombas antibúnker de media tonelada de peso. Son las BetAB-500, fabricadas para destruir las fortificaciones subterráneas de los terroristas. Con toda esta demostración de fuerza se envía un doble mensaje: a la OTAN — sobre todo al Pentágono — se le comunica que las Fuerzas Armadas rusas han salido de la crisis de confianza que les atenazó hace más de 10 años, pues están preparadas para actuar en un teatro de operaciones tan sofisticado como el sirio; y a los competidores y potenciales clientes de la industria armamentística internacional se les dice que el material de guerra ruso es tan competitivo tecnológicamente hablando como el occidental.
Finalmente existe una cuarta motivación, la geopolítica. Moscú ha apostado muy fuerte por fortalecer su presencia en Oriente Medio como potencia de primer orden, después de las guerras fracasadas de Irak y Afganistán. Siria es una pieza esencial en el tablero de la región. Se busca a toda costa evitar que quede dividida en tres partes: suní, chií y kurda. En eso Rusia coincide con Occidente. Si Siria se fragmentara en varios Estados y cayera en un "escenario yugoslavo", entonces habría ganado el Estado Islámico.
En este mes de ofensiva sin precedentes se han llevado a cabo más de 1.600 vuelos de combate para atacar más de 2.000 objetivos de la infraestructura militar de los terroristas (Estado Islámico y Al Nusra, una filial de Al Qaeda), incluidos 52 campamentos de entrenamiento, 40 fábricas y talleres de bombas y misiles, además de 155 almacenes de munición. Los blancos se eligen con información de los servicios de inteligencia de Rusia, Siria, Irak e Irán.
Las operaciones han aumentado si cabe la enorme popularidad de Vladímir Putin. La aceptación del presidente ruso ha llegado hasta la cota del 89,9%; comenzó a crecer a principios de 2014 tras la anexión de Crimea y no ha bajado del 80% desde hace año y medio.
El movimiento, sin embargo, también está teniendo un enorme coste. No sólo económico. Ha puesto a Rusia en el disparadero del EI, rabiosa de su intervención. Sólo así se explica el mortífera atentado con bomba del avión A321 de la compañía rusa Kogalimavia en el balneario egipcio de Sharm el Sheikh.
Putin ha movido sus piezas con mucha astucia. Ha sorprendido al Pentágono en el tablero. Su audaz decisión no ha gustado nada al estamento militar estadounidense. La cascada de propaganda negativa vertida desde Estados Unidos (falta de oportunidad, falta de puntería, falta de objetivos) no ha servido para frenar los embates de los rusos, que sí han logrado frenar el peligroso avance del EI. Finalmente, los norteamericanos aceptaron a regañadientes el fait accompli y firmaron con los rusos un memorándum técnico para que no se produzcan interferencias indeseadas en las operaciones aéreas entre unos y otros; en otras palabras, se comprometen a la mínima coordinación para evitar choques o situaciones de riesgo entre cazas.
Pese a las abismales diferencias que actualmente separan a Moscú y Washington, el enemigo es común. El Estado Islámico es un monstruo que a día de hoy representa probablemente la peor amenaza para la seguridad mundial. En tres años ha tomado el control de vastas zonas de Irak y Siria, con una superficie total de 90.000 kilómetros cuadrados y pretende extender su influencia en el norte de África, particularmente en Libia, pero también más allá, en Nigeria.
El EI, también conocido como DAESH (acrónimo árabe de Estado Islámico de Irak y del Levante), ha conseguido la mayor concentración de yihadistas de la historia, con miembros de 100 países implantados en células en 18 países. Tiene decenas de miles de hombres a sus órdenes, muchos de ellos mercenarios. Cuentan con 25.000-30.000 extranjeros armados. El 20% de los miembros procede de Europa occidental. De Rusia y los países exsoviéticos son entre 5.000 y 7.000.
Según los servicios secretos occidentales, la existencia del Estado Islámico supone el mayor desafío desde la Guerra Fría y la inestabilidad que genera es superior a la de entonces porque los líderes de la organización son unos absolutos irresponsables. Además, su nivel de captación de simpatizantes ha crecido este año en un 70%, pues asimila a los jóvenes a quienes fascina la violencia. Su área de propaganda resulta deslumbrante, siendo capaz de realizar vídeos de extraordinaria calidad. Todos estos elementos les hacen aún más temibles y eficaces.
¿Cómo se financian? Como no disponen (todavía) de acceso al mar, utilizan la red clandestina de venta de crudo que creó en Turquía el difunto presidente iraquí Sadam Husein. Venden el petróleo a contrabandistas a mitad del precio de mercado, pero aún así sacan más de un millón de dólares diarios con los que pagan a sus combatientes y mantienen sus estructuras organizativas. Otras fuentes de financiación proceden del control de los bancos centrales apresados, los rescates por los rehenes secuestrados, especialmente por los occidentales, y la toma de yacimientos arqueológicos para poder vender las antigüedades en todo el mundo.
El riesgo es tan serio que ya no es descabellado iniciar una operación terrestre.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK