Los acontecimientos siguen bullendo en Oriente Próximo, y sin embargo, ya no despiertan la euforia que dominó a todo el mundo en invierno.
Los resultados de la “primavera árabe” se ven muy diferentes de cómo se auguraban en una etapa inicial dominada por la exaltación.
Muchos comentan que los acontecimientos en África del Norte han marcado un cambio brusco en la historia no sólo oriental sino también en la mundial, refiriéndose al colapse de un cierto tipo de regímenes políticos.
Es decir, de sistemas del poder unipersonal basados en una imitación de procedimientos democráticos, pero, en la práctica, absolutamente autoritarios.
Por lo visto, es así: este modelo ha alcanzado su fin lógico. El diseño institucional de Oriente Próximo que quedó, en la esencia, inalterado desde los tiempos de la descolonización de los mediados del siglo XX e incluso logró evitar (el único en el mundo) la influencia del cambio global de los fines de 1980 y principios de los 1990, seguramente va a transformarse.
Sin embargo, es imposible prever en qué dirección. Hay que notar que las premisas de carácter socio-político para los cambios radicales son exageradas.
Intentemos resumir los resultados de los recientes acontecimientos y describir la situación política de la región para los fines de abril de 2011.
En Túnez, donde fue prendida la mecha de Bickford, en el mando se encuentra gobierno que sin duda alguna es provisional (ya que está formado por miembros de edad muy avanzada), que anda maniobrando con tal de darse por fieles a los “ideales de la revolución”.
A juzgar por el flujo de los emigrantes tunecinos que están invadiendo Europa, la propia sociedad no cree en absoluto en que dichos ideales sean puestos en práctica.
En Egipto la situación es mucho más clara. Allí tuvo lugar un clásico golpe de estado, incentivado por manifestaciones numerosas.
Su porvenir depende totalmente de la voluntad (buena o mala) del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que está al poder. Parece una paradoja, pero todos los observadores extranjeros lo consideran como el guión más oportuno: todos se conforman con que los militares son capaces de ejercer control total acompañándolo con la retórica prodemocrática.
Libia se convirtió en un ejemplo singular de como un dictador, que posee una voluntad de poder ilimitada, es capaz de frenar el impulso revolucionario a pesar de la intervención de la alianza político-militar más poderosa.
En Bahrein y en Yemen el papel del líder político lo aspira a desempeñar el Consejo de Cooperación del Golfo Pérsico (CCGP), organización que une, por lo visto, los regímenes del mundo más conservadores que ni siquiera son capaces de imitar la democracia.
Lo único a que aspiran las monarquías de la región es mantener la estabilidad, y no importa a qué precio. A eso se debe su política de doble rasero: en Libia los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Qatar apoyan a los rebeldes, en Bahréin el CCGP ayuda a reprimirles, en Yemen llama a la dimisión del presidente, Alí Abdalá Saleh.
Y es que precisamente el Golfo Pérsico y no África del Norte, ni el Levante, es la parte de Oriente Próximo que determinará su futuro. Crece el peso de las potencias locales que aprovechan la perplejidad de actores extrarregionales.
Así ocurre en Siria, donde Turquía intenta asumir el papel del asesor para la superación de la crisis y se nota la presencia de Irán, al igual que en Bahrein.
La redistribución de la influencia geopolítica, ésta es la consecuencia más evidente de los acontecimientos de los principios del año.
EEUU, antes de formular su estrategia nueva, ya hizo preocuparse a sus aliados. Resulta que ni siquiera los 30 años de fidelidad impecable, como en el caso de Mubarak, sirven de garantía del apoyo estadounidense a un socio en un momento difícil.
La Unión Europea se ensimismó hasta tal grado que apenas intenta enseñar, de vez en cuando, a los vecinos en el Mediterráneo cómo hay que vivir.
Lo único que preocupa en este contexto a Europa es el flujo de refugiados con los cuales no sabe qué hacer. Los países europeos que esperaban aumentar su prestigio internacional iniciando la intervención en Libia, lograron el efecto contrario: produjeron un conflicto interno que está menoscabando su reputación.
Lo están observando con interés los países BRIC que se distanciaron de la participación activa en este conflicto, sobre todo China e India. Aspiran a rellenar el vacío que se formará a medida de que vaya reduciendo la influencia occidental en la región.
Los existentes institutos de regulación, como el cuarteto de mediadores para Oriente Próximo (Rusia, EEUU, UE y la ONU) quedarán, en este contexto, obsoletos.
La gran región de Oriente Próximo ha entrado, sin duda alguna, en un período de cambios que afectarán también el orden interno de ciertos países. La presencia occidental, que predominó hasta hace poco, no contribuyó a la democratización, al contrario.
Al mismo tiempo, crecerá el peso y la influencia de fuerzas regionales, como monarquías del Golfo Pérsico o potencias grandes de Asia del Sur y Asia Oriental, que no pueden ostentar logros democráticos. Entonces, es cierto no se tratará de democracia liberal, sino de una variante al estilo de la Turquía kemalista o Irán teocrático.
De ser así, es muy probable que después de la “primavera árabe” el invierno de revoluciones lo recuerden con nostalgia como una época de grandes esperanzas perdidas.
Viejo Condor
RIA Novosti (SIC)
Fiodor Lukiánov