Svetlana Kolchik
Hace poco almorcé en una cafetería de Moscu, en uno de esos establecimientos donde las mesas están muy cerca una de otra. Una pareja sentada frente a mí, no dijo ni una sola palabra durante todo el almuerzo que duró una hora. La mujer y el hombre, ambos de mi edad aproximadamente, no apartaron la vista de sus iPhones. Ni siquiera cuando les sirvieron la comida, tampoco cuando les trajeron la cuenta.
Comieron automáticamente, navegando por Internet sin cesar, y no sé si notaron el sabor de la comida o la presencia uno del otro. Sus ojos estaban pegados a las pequeñas pantallas, y la única emoción que se percibía en la mesa fue irritación, creo que cuando no se les abrían rápido las páginas necesarias y se les negaba acceso a la información que buscaban.
A lo mejor, hoy en día escenas similares ocurren en cafeterías por toda Moscú y dondequiera. Vivimos en un mundo interactivo, confiamos más en los dispositivos que en los humanos.
Yo también me sumo en la constante búsqueda tipo “esto no puede esperar” en mi teléfono inteligente en cuanto puedo. Trato evitar hacerlo durante el almuerzo o la cena, pero en todo caso soy algo adicta también. Estoy loca por revisar mi correo electrónico en el metro (¡fuera de oficina y camino a casa!) y mirar una nueva película popular en un sitio web social media, incluso sin la necesidad de descargarla.
Hasta que note que en los últimos años mi intervalo de atención se ha reducido tanto que al tomar un libro verdadero, no digital (lo que ocurre cada vez con menor frecuencia), más bien lo ojeo que lo leo como lo hacía cuando era más joven.
No obstante, aunque he escrito unos artículos sobre la necesidad de una desintoxicación digital, no siento mucha nostalgia (pues, un poco sí) por la era de teléfonos móviles y la era wi-fi. ¿Y por qué tengo que sentirla? Los dispositivos son increíblemente prácticos, nos facilitan la vida, ahorran el tiempo, desarrollan la creatividad y los hábitos de procesar la información y tomar decisiones, ofrecen interacción humana y comunicación.
¿Pero de verdad nos sentimos más felices en la realidad donde la satisfacción de nuestros deseos es cada vez más posible?
Numerosos neurocientíficos no aplauden esta tendencia, insisten en que los adictos a los dispositivos se hacen infantiles, sus mentes parecen a las de los niños de cinco años, o incluso peor, a las de los adictos que siempre desean soluciones rápidas.
La científica británica Susan Greenfield, profesora de farmacología sináptica del Colegio Lincoln, Oxford (www.susangreenfield.com), quien estudia el impacto de tecnologías de pantalla modernas en el cerebro humano en las últimas dos décadas y escribió varios libros sobre el problema, encabeza el grupo de estos escépticos.
La experta advierte que la adicción al Internet (a propósito, una enfermedad ya reconocida) altera a nuestras mentes de una manera sin precedentes y no siempre positivamente. Según Greenfield, la preferencia por “aquí y ahora, donde la inmediatez de experimentar triunfa sobre cualquier respeto a las consecuencias” y “la pura compulsión de una recompensa fiable e inmediata está conectada a los mismos sistemas químicos del cerebro que participan en la adicción a las drogas”.
“Las tecnologías modernas de pantalla crean ambientes que pueden alterar nuestra manera de procesar la información, el nivel al cual aceptamos el riego, cómo nos socializamos y experimentamos empatía hacia otras personas e incluso cómo vemos nuestra propia identidad”, escribe Greenfield en su pagina web.
Así, si nuestro cerebro experimentara una transformación irreversible, ¿acaso las personas del nuevo milenio necesitemos otros impulsos para inspirarnos o sentirnos vivos simplemente?
No obligatoriamente.
Mientras hice una investigación sobre la felicidad para otro artículo, encontré una serie de estudios que prueban que hemos cambiado poco en cuanto a las cosas que nos hacen realmente contentos.
No es una satisfacción inmediata de nuestras ganas sino que un placer aplazado que nos trae emociones positivas memorables. Los estudios revelan que las compras por Internet nos satisfacen menos que las compras en la tienda, incluso si se trata de ir de escaparates. Esperar algo es siempre más placentero que obtenerlo inmediatamente.
Es más, nos son adquisiciones materiales que los humanos necesitamos, sino que la interacción humana, cuanto más real mejor. Los abrazos de carne y hueso liberan más oxitocina, “hormona de la felicidad”, que los emoticones en la pantalla del ordenador.
Y es dar y no tomar lo que nos causa euforia. Numerosos estudios prueban que los actos aleatorios de bondad y altruismo tipo ayudar a un ajeno nos trae una duradera sensación de felicidad.
Y por fin, no nos hace vivos el mirar a la pantalla del iPhone sino que salir fuera y vivir la vida con los cinco sentidos alerta. Y no necesitamos entretenimientos sofisticados para disfrutar de la vida. El sicólogo, premio Nobel, Daniel Kahneman de la Universidad de Princeton realizó un experimento cuyos participantes tenían que recordar sus actividades al final del día y nombrar las más inspiradoras, resultó que entre éstas fue el sexo, la socialización (no por Internet ni por teléfono sino que personal), el descanso, el deporte y la comida.
Es posible que nuestro cerebro se transforme pero nuestras necesidades emocionales y físicas genuinas siguen mismas. Y esto no está mal, creo.
*Svetlana Kolchik es directora adjunta de la edición rusa de la revista Marie Claire. Se graduó de la Universidad Estatal de Moscú, facultad de Periodismo, y la Universidad de Columbia, Escuela de Estudios Avanzados de Periodismo, colaboró para el diario Argumenti I Fakti en Moscú y el USA Today en Washington, con RussiaProfile.org, ediciones rusas de Vogue, Forbes y otras.
Viejo Condor
RIA Novosti
Svetlana Kolchik
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI
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