Hace un año, los habitantes de Nueva York recibieron con júbilo la noticia sobre la eliminación física del terrorista número uno y mayor enemigo de EEUU, Osama Bin Laden.
Pero los acontecimientos se desarrollan tan rápido en el mundo que hoy en día parece que esto ya sucedió hace mucho.
La muerte de Bin Laden coincidió con una ola de revueltas en Oriente Próximo, la denominada “primavera árabe”, que produjo cambios en la agenda mundial. El despertar de los musulmanes para luchar contra sus líderes autoritarios, lo que en cierto modo se ponía como objetivo el jefe de la red terrorista Al Qaeda, sorprendió a los propios islamistas, que trataron de encontrar su sitio en la nueva coyuntura.
En el momento del aniquilamiento de Bin Laden era incierto el destino de las fuerzas islamistas, que al inicio no se habían aprovechado de la revolución.
Pasado un año, el cielo se ha despejado. Los países donde tuvieron lugar los disturbios y fue derrocado el régimen afrontan problemas con sus gobiernos y las organizaciones proislamistas se han adaptado exitosamente a esta situación tras sobrevivir a un período de confusión.
Los islamistas empezaron a desempeñar un papel más importante en Oriente Próximo, desde Túnez y Egipto hasta Siria, y adquirieron la legitimidad democrática a través de las elecciones libres.
Hace seis años, Occidente calificó la victoria del movimiento Hamas en Palestina como un fracaso ocurrido por mera casualidad, pero los resultados de las elecciones celebradas en “nuevos Estados democráticos” muestran que esto es la norma.
No se debe comparar a los partidos islamistas con las fuerzas yihadistas que suelen recurrir a la violencia terrorista. Pero el ambiente en la sociedad musulmana cambia: los islamistas radicales pasan a ser parte inalienable del proceso político.
En este sentido resulta muy demostrativo el ejemplo de Egipto. No sorprendió tanto la victoria del movimiento islamista Hermanos Musulmanes en las elecciones parlamentarias sino que el segundo puesto lo ocupó otro partido islámico ultraconservador, el salafista An-Nur.
Esto está inesperadamente vinculado con los procesos políticos en Europa. Debido a los cambios en los ánimos de la sociedad europea causados por la acentuación de los problemas de inmigración y las relaciones interétnicas, los partidos que anteriormente se consideraban radicales o aún extremistas (de ultraderecha) hoy por hoy adquieren mayor popularidad.
Por ejemplo, el destino del Gobierno holandés depende del partido antiislámico encabezado por Geert Wilders, que se pronuncia en contra de los inmigrantes, mientras que en Francia el éxito de Marine Le Pen, candidata a las elecciones presidenciales de 2012 por el partido ultraderechista Frente Nacional, indudablemente suscitará polémica dentro de la Unión por un Movimiento Popular (UMP) de Centro Derecha, liderada por Nicolás Sarkozy, respecto a la necesidad de cooperar con los representantes de la extrema derecha.
A juzgar por las tendencias que se observan en Europa y Oriente Próximo, las relaciones entre estas dos partes del mundo estrechamente vinculadas deberían intensificarse. Los movimientos que están cobrando fuerza promueven ideas similares pero persiguen objetivos opuestos: los islamistas se pronuncian en contra de Occidente y a su vez provocan la irritación de los movimientos occidentales que luchan contra los musulmanes de Oriente Próximo. Están todos los ingredientes para una escalada de tensión.
En general la cuestión principal de la política árabe es si los partidos islámicos moderados, como los Hermanos Musulmanes en Egipto o An-Nahda, ganador de las recientes elecciones parlamentarias en Túnez, se asemejarán a los democratacristianos de Europa o preferirán transformarse en movimientos más radicales.
Durante los primeros años tras la creación de Al Qaeda sus fundadores, incluido Osama Bin Laden, gozaban de apoyo de EEUU porque el principal enemigo de los islamistas fue la Unión Soviética, que mantenía sus tropas en Afganistán.
Pasados 20 años EEUU se convirtió en víctima de sus antiguos aliados, que apuntaron sus armas contra él. La democratización de Oriente Próximo sigue el mismo guión: la administración del ex presidente estadounidense George W. Bush esperaba que surgiera un nuevo mundo árabe que desarrollaría las relaciones amistosas con EEUU y garantizaría su seguridad.
En los 2000 no se logró implantar la democracia en Oriente Próximo, pero cuando esta empezó a establecerse por fuerza en los 2010, resultó que este proceso no era tan favorable para EEUU, como se imaginaba.
“La primavera árabe” abre una nueva época. La aspiración de los musulmanes a la emancipación ha tomado una forma democrática detrás de la que están fuerzas de diverso tipo, incluidos los islamistas radicales.
Pero es imposible luchar con ellos con los métodos aplicados contra terroristas. Occidente deberá reconocer su derecho a asumir el poder y la representación política, lo que está sucediendo hoy por hoy, o se verá obligado a librar guerras reales contra los Estados en los que las elecciones las ganen los islamistas.
Además, tratando de mantener la iniciativa, los países occidentales contribuyen a la realización de cambios democráticos y se adhieren a la lucha contra los regímenes laicos utilizando todos los métodos posibles, incluidos los militares.
Pero Occidente carece de la estrategia de colaboración con la élite gobernante del mundo árabe. La sustituyen las habladurías de que al fin y al cabo la democracia contribuirá a la aplicación de una política razonable por los nuevos gobiernos.
Bin Laden hizo su aportación a lo que pasa hoy en día al provocar a EEUU a actuar, lo que por su lado dio impulso a la oleada de revoluciones árabes. Y desgraciadamente tenemos que reconocer que en este sentido Bin Laden desempeñó un papel muy importante en la historia mundial.
Viejo Condor
RIA Novosti (SIC)