Los hackers no son ningunos románticos sino ladrones
No nos hagamos ilusiones: nunca estaremos a salvo. Con este “no estaremos” no sólo me refiero a mis compañeros de oficio, colaboradores de los principales medios de comunicación del mundo que sufrieron, al igual que ha ocurrido recientemente a RIA Novosti, ataques a sus cuentas en las redes sociales.
Dichos ataques son una suerte de atentados terroristas y su lista de los últimos tres años es bien larga.
El peligro de los atentados terroristas no disminuye por haberse cometido en la esfera información, simplemente en vez de hacer que salten por los aires las redacciones de los periódicos, los malhechores revientan los cerebros del público. Escogen a sus víctimas de forma minuciosa y se guían precisamente por el grado de popularidad de un determinado medio de comunicación. La seguridad y las guerras cibernéticas, los 'hackers' y los atentados contra la propiedad intelectual no son sino giros que sirven para disimular un acto que desde siempre se ha denominado robo. Así de simple.
Lo que ocurre es que en la esfera de Internet se evita llamar a las cosas por su nombre. Pero incluso si se evitaran los eufemismos, la situación apenas cambiaría. En cuanto dejamos de usar la palabra 'hacker' teñida de un cierto romanticismo y le aplicamos el calificativo de bandido, gamberro, imbécil o chantajista, todo se vuelve muy simple. Porque todos los programas antirrobo y medidas de seguridad tomadas en el espacio virtual son meras modificaciones de lo que se usa en la vida real para protegerse de los atentados, sean candados, chalecos antibalas o guardaespaldas.
Dichas medidas en el mejor de los casos les complican la vida a los delincuentes, pero nunca representan para ellos un obstáculo insalvable. Más bien, lo contrario: cuanto más perfectas se hacían las medidas de seguridad que tomaban quienes se lo podían permitir, más vulnerable ante los criminales se tornaba el resto de la gente.
Con Internet ocurrió lo mismo. Al robar el pirata electrónico Vladimir Levin a principios de los 90 a la entidad Bancaria Citybank mediante el sistema SWIFT, los bancos se esforzaron por preservar la confidencialidad de los datos de sus clientes. Y los ladrones, por su parte, se esforzaron en burlar las nuevas medidas de seguridad. Como resultado, los bancos siguen cayendo víctimas de los delincuentes y no representa mayor dificultad dejar a un ciudadano de a pie sin sus ahorros. Por cada “crimen del siglo” hay un gran número de delitos cotidianos: el crimen en el ciberespacio parece ser la cosa más normal del mundo y sus dimensiones son realmente alarmantes.
¿Dónde está el límite que separa una broma de un delito? Lo marcamos nosotros, al creer que una entrada no sancionada en nuestra cuenta es una casualidad, una broma de mal gusto, una estupidez, etc. Pero en cuanto llamamos a las cosas por su nombre, el límite se borra. Entrar en una cuenta ajena es lo mismo que irrumpir en una casa, robar las pertinencias del otro y además intentar pasar por dueño de lo robado. Y todo intento de llamar esta conducta con bonitas palabras prestadas del inglés es hipocresía o manipulación deliberada con la opinión pública.
Se puede entender al usuario que, al no querer gastar dinero en la descarga de temas musicales en iTunes, lo hace de forma ilegal en alguna página web. O al ladrón que roba el dinero de una cuenta bancaria. O incluso a quien, preso de su propia tontería, disfruta del dudoso placer de destruir una página ajena. ¿Pero, gastar fuerzas y dinero en poder entrar en la cuenta de un medio de comunicación para llamar a engaño a su público?
En los últimos tres años ha habido bastantes casos de ataques similares, de modo que surgen las preguntas de ¿con qué fondos se financian los malhechores y qué beneficio buscan obtener?
Al parecer, todo depende del precio que se le pone a la información tergiversada. En la época en la que sólo existían los periódicos, la radio y la televisión, la gente confiaba en estos medios de comunicación. “Los periódicos nunca mienten”, se solía decir en la URSS. Más tarde apareció la prensa amarilla y después de un período de confianza quedó claro que había que andar con cuidado. Sin embargo, en caso de los medios reputados, siempre se sabía quién estaba detrás de la información publicada.
Aparecieron las redes sociales: cada usuario, los medios de comunicación incluidos, escribía en su nombre y todavía la cosa tenía su lógica. Empezaron a crearse nombres de usuarios ficticios y la gente se confundía, sin entender quién era de verdad que manifestaba ser. Se aprendió a distinguir a los usuarios falsos y a tomar con tranquilidad algunos posts.
Paradójicamente, así subió el grado de vulnerabilidad de las cuentas que parecían inaccesibles para los piratas electrónicos, las de importantes medios de comunicación, entidades públicas y grandes corporaciones. Así, por ejemplo, en la página de la Agencia de información Associated Press apareció la noticia sobre una explosión en la Casa Blanca que enseguida empezó a circular por Internet, cobrando vida propia. Pese a que la noticia fue desmentida de forma oficial, los mercados ya habían reaccionado y el público ya se había puesto nervioso. La reputación del medio quedó empañada.
Que quede claro que no se trata de entrar en la cuenta en Facebook de algún profesor de colegio. Cuesta más, literalmente cuesta mucho más. Hay quienes se ganan la vida de esta forma, sin reparar en que las tareas que cumplen no son sino un vulgar robo. Nada de romanticismo, es un trabajo bien pagado.
Internet en general empezó como un juego, en un par de clicks se conseguían resultados impresionantes. Desde aquel momento todo ha cambiado y mucho, la red global se ha convertido en un arma poderosa y su uso indebido entraña un grave peligro. Pero la psicología de los usuarios de Internet sigue obedeciendo a los tres principios: “Es una especie de juego”, “todo está permitido” y “nunca me pillarán". Estos estereotipos tardarán en caer en desuso, pero casi todo el mundo se va dando cuenta de que no todo se puede hacer con impunidad en el ciberespacio y de que se irá tras los delincuentes electrónicos. Lo único que queda, al parecer, es empezar a llamar las cosas por su nombre.
El robo no dejará de serlo, se llame como se llame. Y los 'hackers' y piratas informáticos no son ningunos románticos ni luchadores por la libertad de expresión, son ladrones. Es curioso que exista el crimen y que incluso sea penado con multa o cárcel, pero que no haya delincuentes sino unos héroes a lo que acompaña un halo de romanticismo. Sin embargo, son quienes nos impiden sentirnos a salvo y han de ser despojados de su imagen ficticia.
Viejo Condor
RIA Novosti (SIC)
Serguéi Petujov
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI