Desde hace algo más de un mes Rusia viene desempeñando un papel muy activo en la desastrosa guerra civil que vive Siria.
El pasado 30 de septiembre inició una campaña de bombardeos aéreos sobre objetivos sirios, tras recibir una petición de ayuda de las autoridades de Damasco. Hasta entonces el Kremlin se había limitado a ejercer un papel político, defendiendo al actual presidente, Bashar Asad. Jugaba sólo con los peones, pero ahora ha sacado los alfiles y las torres, dispuesto a ganar la partida de ajedrez.
La segunda causa es estrictamemente militar. El avance hacia el oeste de las huestes del EI estaba haciendo peligrar la integridad de la base naval rusa situada en Tartus, un valioso activo estratégico emplazado en el Mar Mediterráneo. Tartus no cuenta con aeropuerto y el más más cercano es el internacional de Latakia, localizado a 60 kilómetros al norte. Las operaciones se lanzan precisamente desde la contigua base aérea de Hmeymim, donde se emplean al menos 50 aviones y helicópteros, incluidos los modernos cazabombarderos biplazas Su-34, pero también los Su-24M y Su-25, además de equipo de vigilancia por satélite y aviones no tripulados, los conocidos "drones".
Finalmente existe una cuarta motivación, la geopolítica. Moscú ha apostado muy fuerte por fortalecer su presencia en Oriente Medio como potencia de primer orden, después de las guerras fracasadas de Irak y Afganistán. Siria es una pieza esencial en el tablero de la región. Se busca a toda costa evitar que quede dividida en tres partes: suní, chií y kurda. En eso Rusia coincide con Occidente. Si Siria se fragmentara en varios Estados y cayera en un "escenario yugoslavo", entonces habría ganado el Estado Islámico.
Las operaciones han aumentado si cabe la enorme popularidad de Vladímir Putin. La aceptación del presidente ruso ha llegado hasta la cota del 89,9%; comenzó a crecer a principios de 2014 tras la anexión de Crimea y no ha bajado del 80% desde hace año y medio.
El movimiento, sin embargo, también está teniendo un enorme coste. No sólo económico. Ha puesto a Rusia en el disparadero del EI, rabiosa de su intervención. Sólo así se explica el mortífera atentado con bomba del avión A321 de la compañía rusa Kogalimavia en el balneario egipcio de Sharm el Sheikh.
Pese a las abismales diferencias que actualmente separan a Moscú y Washington, el enemigo es común. El Estado Islámico es un monstruo que a día de hoy representa probablemente la peor amenaza para la seguridad mundial. En tres años ha tomado el control de vastas zonas de Irak y Siria, con una superficie total de 90.000 kilómetros cuadrados y pretende extender su influencia en el norte de África, particularmente en Libia, pero también más allá, en Nigeria.
El EI, también conocido como DAESH (acrónimo árabe de Estado Islámico de Irak y del Levante), ha conseguido la mayor concentración de yihadistas de la historia, con miembros de 100 países implantados en células en 18 países. Tiene decenas de miles de hombres a sus órdenes, muchos de ellos mercenarios. Cuentan con 25.000-30.000 extranjeros armados. El 20% de los miembros procede de Europa occidental. De Rusia y los países exsoviéticos son entre 5.000 y 7.000.
¿Cómo se financian? Como no disponen (todavía) de acceso al mar, utilizan la red clandestina de venta de crudo que creó en Turquía el difunto presidente iraquí Sadam Husein. Venden el petróleo a contrabandistas a mitad del precio de mercado, pero aún así sacan más de un millón de dólares diarios con los que pagan a sus combatientes y mantienen sus estructuras organizativas. Otras fuentes de financiación proceden del control de los bancos centrales apresados, los rescates por los rehenes secuestrados, especialmente por los occidentales, y la toma de yacimientos arqueológicos para poder vender las antigüedades en todo el mundo.
El riesgo es tan serio que ya no es descabellado iniciar una operación terrestre.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
Sputnik Mundo (SIC) en http://mundo.sputniknews.com/fir
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