Fiodor Lukiánov
En Egipto, el país árabe más poblado y que determina el clima político en la región, las primeras elecciones presidenciales tras el derrocamiento de Hosni Mubarak las ganó el candidato islamista de Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi.
Teniendo en cuenta el ambiente político reinante en el país, cualquier otra decisión de la Comisión Electoral habría hecho reventar El Cairo, sea cual fuera el verdadero resultado de la votación. Probablemente, Morsi sí obtuvo más votos que su rival, por algo los islamistas han logrado la mayoría absoluta en el Parlamento. Pero que la parte activa de la población esté dispuesta a reconocer solo un resultado considerando cualquier alternativa como motivo para una nueva revolución evidencia un específico entendimiento de la democracia.
Cabe comentar que la lucha por el poder en El Cairo seguirá su escalada. La disolución del parlamento por una causa formal unos días antes de la segunda vuelta de las presidenciales seguramente se debe a que la junta militar, al entender que no tenía otra opción que reconocer como jefe de Estado a un ‘hermano musulmán’, intentó evitar el predominio total de los islamistas. Como la Constitución está pendiente de redactar, la lucha pasará al campo jurídico para determinar qué Estado será Egipto, cómo se distribuirán los cargos, etc.
Aún en los albores de la ‘primavera árabe’ se discutió mucho a qué régimen político habría que aspirar. Fueron frecuentes las referencias a la Turquía kemalista con su poder militar riguroso y agenda modernista destinada a acostumbrar a la sociedad primero a la disciplina y luego, poco a poco, a la democracia pluralista. En Egipto, donde los militares siempre constituyeron una casta privilegiada y respetable, este modelo parecía oportuno. Pero luego resultó que las condiciones de la ‘primavera árabe’ son totalmente diferentes de las que condicionaron en Turquía las reformas de Mustafa Kemal Atatürk. Éste inició su proyecto tras la derrota del Imperio otomano, proponiendo una idea laica nacionalista combinada con una perspectiva occidental. Este modelo funcionó en el curso de casi todo el siglo XX. Después de la Segunda Guerra Mundial, Turquía, temerosa por la expansión de la URSS, se adhirió a la Alianza Atlántica. Mientras tanto, la liberalización iba desarrollándose: los militares hacían menos manifiesta y dura su intervención en los asuntos públicos. Por ejemplo, mientras que el primer golpe de estado de 1960 fue implacablemente suprimido y acarreó la ejecución del primer ministro acusado de la alta traición, en 1997 al jefe de Gobierno, de ideas islamistas, le hicieron dimitir enviándole un ultimátum (fue el cuarto y el último golpe militar).
La llegada al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo encabezado por Recep Tayyip Erdogan en 2002 fue una lógica conclusión de esta evolución duradera. El autoritarismo dejado de estar de moda en todo el mundo. Pero en el caso de Turquía más aún, ya había agotado su potencial: para el desarrollo ulterior hacían falta unas nuevas condiciones políticas. El papel histórico de los militares es evidente: en unos cuantos decenios prepararon una transición paulatina a la democracia. Turquía fue la primera en hacer entender a Occidente que la democratización no siempre significa el triunfo de principios clásicos liberales y la orientación geopolítica prooccidental. Los resultados de las recientes votaciones en el Oriente árabe, donde los candidatos liberales cuentan con una clara minoría en el sistema de partidarios, también confirman esta paradoja.
Egipto, igual que los demás países de la ‘primavera árabe’, no puede esperar una transformación paulatina. Los militares egipcios no tienen tiempo para ello: no pueden permitirse el lujo de esperar una evolución en el proceso de educación de la nación, necesitan el resultado inmediatamente. Y no es solo que los procesos políticos estén desarrollándose de manera mucho más rápida que hace un siglo. Mustafa Kemal empezó desde cero, estuvo creando un Estado nuevo basado en principios totalmente diferentes, los oficiales kemalistas fueron revolucionarios, innovadores progresistas. Renunciando al pasado, Atatürk obtuvo crédito para el futuro, al menos el más próximo.
Los generales del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas no podrán deshacerse de la carga del pasado, y no les ayudará la sentencia contra Mubarak. La energía de la renovación social, así como alguna visión del futuro, aunque sea algo vaga, la pueden ofrecer solo los islamistas. Los militares se asocian a las represalias y a la reacción. Aunque tomen el riesgo de participar activamente en los eventos, explicando a todo el mundo que la transformación rápida es imposible y que los que la prometan son demagogos, nadie les creerá. Tanto más si se tiene en cuenta que muchos de los miembros del Consejo tienen que ver personalmente con los vicios y pecados del régimen de Mubarak, por los cuales fue condenado a cadena perpetua.
Hay que decir que la junta militar se porta de manera muy correcta. Entendiendo que sus capacidades son limitadas (cualquier intento de represión provocará una explosión, y el de abdicar de sus poderes y obligaciones llevará a una catástrofe) los militares participan en calidad de regulador de las actitudes sociales y políticas. Están manipulando los resultados de las elecciones (al reconocer los de las presidenciales, y al corregir los de las parlamentarias) y, bajando el grado de exaltación social, desplazan la lucha al campo jurídico. En las actuales condiciones de un país excitado y muy problemático en una región dominada por el caos, donde el poder lo intenta obtener la élite sin experiencia, esta es la única opción correcta.
La tarea magistral para todos los Estados de la ‘primavera árabe’ consiste en elaborar modelos de administración estables y eficientes. La ilusión de que al eliminar a los dictadores e introducir procedimientos democráticos se arregle todo automáticamente, inculcada por los neoconservadores estadounidenses, se ha disipado. No quiero ni pensar en las consecuencias de las elecciones libres que se celebrarán en Libia. Y la inminente y próxima, a juzgar por todo, dimisión de Bashar Al Asad no resolverá los problemas de la pobre Siria: la revancha de la mayoría sunita, que no tuvo acceso al poder durante decenios, entraña un riesgo de que estos se pongan a ajustar las cuentas con todas las minorías a las que califiquen como cómplices de la dictadura. Siria, con su complicada composición etno-religiosa, necesita un sistema de gobierno muy bien pensado: algo parecido al libanés, en el que todos los grupos confesionales de la población cuentan con una cuota de representación en los órganos administrativos. Al menos en ciertas etapas este modelo aseguró un equilibrio. Sin embargo, los acontecimientos en Siria hacen sospechar que se desaprovechará de esta experiencia libanesa, repitiendo otra: la de la guerra civil devastadora y violenta, que en los ochenta convirtió a la “Suiza de Oriente Próximo” en un símbolo de la locura humana.
*Fiodor Lukiánov es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global. Es autor de comentarios sobre temas internacionales de actualidad y colabora con varios medios noticiosos de Estados Unidos, Europa y China. Es miembro del Consejo de Política Exterior y Defensa y del Consejo Presidencial de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Rusia. Lukiánov se graduó en la Universidad Estatal de Moscú.
Viejo Condor
RIA Novosti (SIC)
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI
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